El Prostíbulo de la calle 52
 
Jamás podré olvidar el prostíbulo de la calle 52.
Fue un oscuro día de invierno, recuerdo la penumbra sombría que amenazaba tempestades y envenenaba el ánimo. Era apenas pasado el mediodía, sin embargo el clima era de desolado anochecer.
Con el espíritu teñido del mismo gris pesadumbre que emborrachaba la jornada, caminaba sin rumbo, apenas mirando el piso que surgía delante de mis pies.
Nunca supe cómo, en un momento levanté la vista y me encontré en una calle para mi desconocida. Sabía que a pesar de mi distraído vagabundear, no podía estar lejos de mi casa, en barrios conocidos desde la infancia. Inmediatamente la curiosidad se instalo en mi desplazando la amargura sorda que había llegado hasta ese lugar.
La calle estaba empedrada con adoquines irregulares y un hilo de agua corría por sus márgenes. Las veredas muy rotas y encharcadas, daban el marco a dos hileras de casas viejas, de grandes zaguanes. En la esquina un cartel azul bautizaba la calle con el número 52, raro detalle, porque estaba seguro que en ese barrio la calle 52 no existía.
Seguí caminando, convencido que la tormenta inminente había desatado una extraña magia, un hechizo inquietante.
A poco andar descubrí una pequeña chapa de bronce que en letras de relieve indicaba “PROSTIBULO”, confeccionado de forma tal que bien podría haber dicho “ABOGADO” u “ODONTOLOGO”. El letrero adornaba un enorme caserón antiguo, de prolijas ventanas y cuidada mampostería.
Con algún pudor, miré hacia todos lados y entré.
Había un cuarto pequeño, con un mostrador en un rincón y un gran velador amarillo sobre éste, que irradiaba una luz débil y temblorosa. Tras el mostrador, escondido en la semioscuridad, un inesperado hombrecito tan gris como el día, me interpeló: __”Buenas tardes, señor. ¿Qué desea?”.
Realmente me sobresalté. Estaba tan concentrado observando el lugar que pasé por alto la presencia del hombrecito hasta que habló. Ahora pienso que no esperaba encontrarme con ser humano alguno, sentía como si hubieran pasado siglos sin cruzarme con nadie, como si la presencia humana fuera la excepción y no la regla.
El hombrecito notó mi desconcierto, pero lo atribuyó a otras causas.
__”Claro, disculpe usted. Es notorio que si usted ingresa a un prostíbulo está claramente fuera de lugar preguntarle que desea.”
Yo lo miraba callado. La situación no terminaba de resultarme coherente, aún cuando los acontecimientos se desarrollaban dentro de una lógica rigurosa. El hombrecito continuó:
__”Pero es que en realidad este prostíbulo no ofrece sexo. O tal vez si, pero solo como cuestión accesoria. Es decir, lo único que estamos en condiciones de ofrecerle es un amor eterno y no otra cosa.”
Recién allí las cosas comenzaron a parecerme dotadas de sentido. Es que ese lugar no podía conservar la lógica de la vida cotidiana, y la coherencia se transformaba en un sinsentido. Me sentí casi satisfecho, casi contento, casi cómodo. Recuerdo que le pregunté:
__”¿Cómo es eso?”
__”En los aspectos comerciales, idéntico a cualquier prostíbulo. Usted paga y tiene a una chica por el tiempo convenido en el precio. Eso si, le repito, sexo todo el que desee pero su dinero aquí compra amor eterno”.
Debí reírme a carcajadas y retirarme. Pero lo del hombrecito, desconozco por qué razón, me resultó de una seriedad inobjetable. Normalmente, pensé en aquel momento, uno paga por un cuerpo. Aquí se paga por un cuerpo más un amor para siempre. Si el precio final es más caro, bien vale la diferencia.
Entonces no se me ocurrió pensar en la palabra “alquilar”, aún cuando el hombrecito me lo sugirió cuando habló del tiempo. En un prostíbulo no se compra nada, solo se alquila, y los alquileres tienen una duración determinada. Allí, frente al hombrecito, solo pensé en el amor eterno.
Si era tan sencillo invertir en lo imposible, entonces iba a hacerlo. Pagué y fui conducido a una pequeña habitación donde me recibió una mujer, no muy joven, no muy mayor, apenas linda. Me miró a los ojos y me dijo:
__”Te estuve esperando siglos enteros.”
No se que fue lo que ocurrió, no había tomado una gota de alcohol, pero supe, o creí saber, que yo también había esperado desde siempre a esa mujer de edad indeterminada, solo casi bonita.
Nos sentamos a conversar, pese a que estaba vestida de manera más que breve. De sus palabras, solo recuerdo el erotismo; de las mías, ni siquiera eso. Su voz, su boca, su mirada, hasta su perfume perfecto que creo respirar aún hoy en la soledad de mis noches, destilaban sexo, romance, pasión.
En algún momento pensé, intentando librarme del hechizo, “sólo es una puta”, pero la mirada de la puta me quitó el aire, me hizo sentir blasfemo, destruyó las pocas defensas que apresuradamente intentaba construir para evitar aquello por lo que, inocentemente había pagado. Nunca voy a olvidar esa mirada, aunque ya no recuerde el color de sus ojos. Nunca voy a olvidar las mil expresiones de su rostro, aunque jamás haya conocido su nombre. Sé que lloro por cosas que en realidad ignoro. Quizás por ignorarlas me enamoré para siempre de esa mujer en sólo un rato.
Hicimos el amor, y también en esto tenía razón el hombrecito. No había pagado por un simple rato de sexo. Pagué por descubrir el ritmo de su cuerpo-apenas atractivo- era exactamente el del mío, que la piel de una mujer podía vibrar de esa forma, que hasta el calor que transpiraba no era poco, no era excesivo sino exacto.
Lo cierto es que fue en ese instante que terminé de caer y ya no volvería a levantarme; me descubrí acariciando a mi amada, no a la puta por la que había pagado. Me vi besando a la mujer de mi vida, sin pensar que se trataba de una anónima desconocida.
El tiempo terminó y ella misma me lo indicó entre lágrimas. Yo había pagado por un amor eterno correspondido y estaba seguro que eso era lo que me habían dado. Salí sin pesar alguno, pensando en reencontrarme con ella sin esfuerzo y llevarla conmigo. Ya era de noche, me alejé rápidamente, feliz de mi suerte.
Nunca más encontré la calle 52. Pero si hay algo cierto es que aún estoy enamorado de esa mujer que no volví a ver. Durante mucho tiempo recorrí, todos los días, el barrio, con la esperanza que súbitamente surgiera una calle entre dos casas y me diera paso hacia el letrero de bronce.
Ya no lo hago. Sigo amando a esa mujer, pero temo que cuando por fin encuentre la calle, el hombrecito esté ofreciéndole a otros clientes mi amor eterno, y creo que no podría soportarlo.
Mientras tanto, sólo me consuela saber que estuve una hora con ella, y hoy sé que una hora efímera es mucho más que no haber estado nunca.
 
De Patricio Lorente.
Publicado en:“…Todos tenemos un poco”, Textos de Taller- Desde lo fantástico. 1995, Martha Berutti. De la Campana, Librería Editorial, La Plata.
 


Eternamente Juntos
 
A Clara le gustaban los días de sol cuando la primavera tiene brotes verde-pálidos. Me llamó y salimos del departamento rumbo al bosque. Caminamos despacito disfrutando los perfumes nuevos, renacidos, esperados. Yo tenía un poco de calor pero eso no tenía demasiada importancia. Me sentía muy bien con Clara.
Nos sentamos junto a la puerta lateral del Zoo, ella sobre una piedra a la sombra del paredón, y yo, debajo del árbol. Clara levantaba la cabeza y me miraba de reojo, de vez en cuando. Luego volvía a su lectura.
La figura de aquel hombre me sobresaltó. Algo en él removió primitivos instintos en mi pacífica existencia. Quise advertirle a Clara pero ella estaba demasiado compenetrada soñando en algún mar lejano y tibio dentro de las páginas de su libro.
El hombre a simple vista parecía un corredor más en el maravilloso paseo. Vestía pantaloncitos cortos, remera, buzo y calzado deportivo.
Todo blanco impecable como el corte de su cabello, bien a ras.
 
Volví a ladrar, ella levanto la vista y le sonrió al sujeto. Este le dijo en tono altivo que me sujetara pero Clara, que vivía entre sueños y nubes de letras, volvió a la lectura después de decirle que pasara tranquilo, que yo no mordía.
Pude olerlo, se enfureció. Volví a ladrar, esta vez, más fuerte. Fue inútil. Sacó su arma reglamentaria y disparó. Clara de un salto, me envolvió con su cuerpo mientras suplicaba: no, no, no…
Hoy paseamos por el mismo bosque, hoy hablamos el mismo idioma. Clara me dice, consolándome, que fue una desgracia con suerte. Yo le pregunto por qué. Porque no tenemos los pies atados a un bloque de cemento y porque ahora el bosque es todo nuestro.
 
Silvia Elena Corcione.
Obras: entre otras, “Eternamente Juntos”. Cuento, publicado en “…todos tenemos un poco “. Segunda Antología, Colección “Espacio de la Palabra”, Volumen V, Grupo Editor, Gráfica Lourdes S.R.L., La Plata, 2001.


Pájaro blanco, pájaro negro.
 
En el orígen de los tiempos llegaron al cielo de los hombres un pájaro negro y un pájaro blanco.
El pájaro blanco dibujaba en el aire giros nunca iguales; dejaba espacios que se abrían como preguntas, tramos de claridad posible. El negro volaba en trazos cortos y precisos. Sus alas se movían bellamente azules, como un oleaje nocturno.
La mujer más vieja, la que sabía los secretos de la tierra, levantó los ojos de su hacer interminable y dijo a los hombres:
__Para todos habrá, siempre hay una raíz que canta y una flor que se entrega. Los que quieran alas que acudan al nido del pájaro blanco y beban de sus huevos clarísimos. Los que quieran ser ricos, que busquen el nido del pájaro negro, que está lleno de piedras preciosas.
En una caverna, donde el agua de los siglos había guardado en cristales los sueños más secretos de la luz, hizo su nido el pájaro negro. Casi todos los hombres emprendieron camino hacia allí. Eran demasiados. No había gemas para todos.
Algunos cayeron en los precipicios de su propia avaricia. Otros fueron destruídos por sus iguales. Y aún los que llegaron disputaron entre sí la posesión de esa riqueza y se desangraron por defenderla, desde entonces y para siempre.
El pájaro blanco, tejió su nido en un árbol, junto al verde que siempre vuelve. Pocos hombres se acercaron a él, y tan sin apuro que avanzaron juntos, compartiendo la palabra y el color de amaneceres que venía del árbol.
Al pie del nido que rezumaba luz, bebieron de los huevos blancos y recibieron las alas. Eran como una caricia transparente. A través de ellas, el mundo era un gran capullo por florecer .
A partir de entonces todo fue distinto para ellos. Porque con las alas entendían el valor de las rompientes, el empuje interior del remolino, las murmuraciones de las piedras, el temblor íntimo de las semillas.
Podían también entre la gente sentir la palabra secreta de cada gesto, los puentes construídos sobre el temor, la arboladura de los sueños.
Y el mundo fue distinto con ellos. Porque además del camino hacia la riqueza, quedó abierto el otro camino. El que transitan los artistas, los buscadores del saber, y los justos, que trabajan cada día para hacer andar la vida. Y para defender el aire que merecen sus alas.
 
De María Cristina Ramos.
Recreación de una leyenda árabe.


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