El cielo prohibido
 
 


Una multitud de coloridos barriletes flotaban en el aire. Decenas de piolines mezclaban  las piruetas variopintas con las sonrisas y el griterío de los niños. En su afán de mantenerlos en vuelo corrían desordenadamente sobre la playa soltando metros de cordel para que sus propias cometas escalaran cada una de las nubes para llegar al cielo. La maestra les ayudaba a remontarlos, al igual que les daba una mano para que se levantaran del suelo a quienes tropezaban en su intento de mantener firmemente  el barrilete con la vista siempre hacia lo alto.
Sólo Adolfito lloraba. Luego de un giro zigzagueante su cometa, con el hilo cortado, terminó en la espuma de la playa. Con lastimoso desconsuelo le indicaba a la maestra que había sido a propósito. Y miraba, con enfado y con el hilo cortado entre sus dedos,  cómo la estrella multicolor jugaba en el cielo con la cometa verde, con el octógono blanco y rojo, con la palomita azul, con la caja de rombos ocres y amarillos o con el avioncito de telgopor. Sólo su pequeña cometa, con recortes de color negro pegados al azar y una cola de trapos atados no logró levantar el vuelo.
Más tarde, con los barriletes enredados y los hilos sin ovillar, volvieron al aula exultantes de alegría por una mañana maravillosa. Entonces, la maestra les dijo:
 - ¡Fue muy lindo el espectáculo de los barriletes! Sólo un tema no me gustó. Alguien le cortó el hilo a Adolfito. No me importa quién fue. No debe suceder más – lo dijo con voz serena y con mirada seria.
- Mi papá dice que los negros no van al cielo – se escuchó a uno de los niños del fondo.
- No – replicó rápidamente la maestra – todos van al cielo. ¡Todos los colores llegan hasta el cielo!
Al día siguiente, por la mañana, la maestra advirtió que Adolfito no había venido  a la escuela. Esperó un tiempo. Luego, interrogó a los alumnos si tenían alguna noticia. Nadie sabía nada.
Más tarde, en forma intuitiva y con la angustia en su alma, caminó hacia la playa. La espuma comenzó a besar sus zapatillas mientras su mirada escudriñaba primero hacia el sur, luego hacia el norte, buscando encontrarlo en aquella mañana soleada y fría. Durante largo tiempo caminó sin rumbo gritando su nombre. La fuerza de su voz se perdía ante el bramido del mar. De a ratos, sólo el silencio respondía a su doliente pregunta. Cuando un brumoso nubarrón cubrió el sol y una leve penumbra atenuó la luminosidad del horizonte, lo vio. Corrió desesperadamente.
Junto a él, la cometa negra de la cola enredada, se mecía con las primeras olas que besaban la suave arena de la playa.

de Horacio A. Walter




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LA LUZ
 
 
        De pie, sobre uno de los tapiales del corral, Jean Paul podía divisar la inmensidad agreste que rodeaba la granja. En esa época del año las retamas y lavandas silvestres, daban un atractivo colorido al paisaje. El aroma de las flores, se mezclaba con el típico olor de los corrales.
      El muchacho simulaba estar absorto en el paisaje, pero en realidad, esperaba una distracción de Marie, su hermana mayor, quién se encontraba en el patio de la granja preparando el alimento para los animales y vigilándolo, segura de que algo se traía entre manos.
      El ya había elegido su presa. Unos segundos de distracción de Marie, bastaron para que con rapidez, sacara la piedra del bolillo de su pantalón, apuntara a la cabeza de su víctima, y diera por tierra, con uno de los animales más preciados: una hembra de faisán recientemente adquirida por su padre, para mejorar la calidad de la producción.
     Cuando Marie reaccionó, ya el muchacho se había perdido entre los pastizales de la campiña vecina. Sus gritos amenazantes, ya sin destino, atrajeron a los dos jóvenes que ayudaban en las tareas, y a la nodriza de André, el más pequeño de la familia   de solo tres meses. La muchacha estaba indignada por la conducta de su hermano.
__-Ya tiene nueve años - decía – y parece no darse cuenta de la suerte que tiene. No le falta nada, y eso, en estos tiempos, es decir mucho -.
     Marie tenía razón, eran tiempos difíciles. El campesinado, despojado de sus propiedades por los agobiantes impuestos, había tenido que arrendar para subsistir miserablemente. Esa granja era la excepción. Monsieur Dupont, era un hombre hábil, y había sabido aprovechar aquella oportunidad que se le presentó, para realizar una importante inversión. Los ahorros de toda su vida, fueron destinados a la compra de varios casales de faisanes, convirtiéndose, en poco tiempo, en uno de los más prósperos criadores, y en el exclusivo proveedor de la decadente corte de Luis XVI. Su familia y él trabajaban mucho, pero vivían holgadamente.
              La preocupación de los Dupont, en aquellos momentos, era la conducta de Jean Paul. Si bien el chico siempre había sido travieso, nunca había demostrado esta alarmante tendencia a la destrucción. La muerte de su madre, inmediatamente después del nacimiento de André, y la impotencia frente al hecho irreparable, le habían generado una angustia incontenible. Nunca había llorado, ni siquiera cuando se encontraba solo en algún escondite secreto. Un sentimiento malsano se había depositado en el alma del muchacho, mezcla de rebeldía, desazón, rabia, que afloraban a la superficie, y tomaban cuerpo, a través de esas acciones que rayaban en la maldad.
          Pero peor aún, era el sentimiento de odio, hacia quién él reconocía como único culpable de esa pérdida: su hermano menor. André había llegado, y su madre se había ido para siempre. Ese pequeño llorón y maloliente, acaparando la atención de todos, se había transformado en el centro del mundo – de su mundo -. Es qué nadie advertía que la desgracia había llegado a su casa, de la mano de ese niño? Era un ladrón. Si hasta su cuna-mecedora, aquella fabricada por su padre, antes de que él naciera, le había sido arrebatada por ese pequeño sabandija.
        El odio fue creciendo, y cuando el odio crece se transforma en deseos de venganza. En la mente de Jean Paul, de solo nueve años, fue tomando cuerpo un plan, malvado y egoísta, como la venganza misma. El haría desaparecer a su hermano. Entonces todo volvería a la normalidad, sin su madre, claro, esto no tenía remedio, pero todos se darían cuenta que era lo mejor, como aquella vez que su padre sofocó a cinco gatitos hasta matarlos, mientras mama - gata maullaba lastimosamente. Papá había aducido que era lo mejor, porque no se podía tener tantos gatos en la granja. Y el lloró,  pero lo entendió.
         Marie, también lo comprendería, y lo volvería a mirar con el cariño de siempre. Su padre lo sentaría nuevamente en sus rodillas. Volvería a ser el hijo menor.
Ese día Jean Paul estuvo tranquilo, y hasta se mostró alegre y locuaz. Ayudó a Marie a preparar la comida para los animales, colaboró con los muchachos en la limpieza de los corrales. Todos estaban extrañados por la conducta del chico. Se lanzaban miradas interrogativas entre ellos, y no terminaban de creer lo que veían.
      Cuando llegó la noche, Jean Paul se acostó mas temprano que de costumbre. Tapado hasta las orejas, se quedó quietito, esperando. La última vela se apagó, y la casa quedó en silencio, entonces, el croar de las ranas, el canto de los grillos y de las aves nocturnas, aprovecharon para entrar por la ventana y tomar posesión de la casa. Jean Paul se levantó muy despacio. En puntas de pié se dirigió a la habitación de André. En la semi oscuridad divisó la cama de la nodriza contra una de las paredes de la habitación, alejada de la ventana. Los ronquidos sibilantes de la mujer le anunciaron que estaba profundamente dormida. Divisó el contorno de la cuna de André, en medio de la habitación, y se acercó cuidadosamente. Pudo distinguir la pequeña silueta de su hermano y pensó que sería fácil. ¡Era tan chiquito!. Recordó a los gatitos, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se inclino sobre la cuna. Dos gotas, partiendo de sus sienes, recorrieron ambas mejillas, y se detuvieron en la comisura de los labios donde fueron atrapadas por la lengua. El muchacho saboreó el líquido salado, luego tragó. El ruido de su garganta lo sobresaltó. Miró hacia todos lados, con temor a ser descubierto.                                  Cuando se dio cuenta que nada pasaba, volvió a fijar su atención en el pequeño.            En ese momento una luz intensa entró por la ventana, dando de lleno sobre la cuna. El niño abrió los ojos. Las miradas de ambos se encontraron. El bebé sonrió y Jean Paul se paralizó. Los azules ojos de su madre lo estaban mirando.
             La luna se ocultó, nuevamente, tras un velo de nubes. 
De Marta Perticará
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Tortilla a la Española
                                                
 
     Había salido a caminar sin rumbo. A paso lerdo, gané la calle hacia ninguna parte. El paisaje me era conocido. Como si nunca hubiese sido una añoranza. Un balde de plomo sobre el pecho, cuando voces extrañas me decían que no era. Ahora, después que durante interminables años apenas lo adivinaba en los manchones húmedos de techos y paredes que dibujaban mi exilio, lo tenía ante mis ojos. Frente a frente, con el resentimiento de no saberme reconocido. Ni por el cielo, ni por las nubes, ni por las personas. Nunca-pensé- dejaré de ser un exiliado. El tiempo que pasa- pensé- también te deja plantado en el andén extraño ( “ La casa, la calle, el río...”).
 
      Caminaba hacia el Sur. En la cuadrícula del pueblo el río queda al Norte. Pero el poema de Andrade no tenía porque saberlo. Además (creo que fue Saramago el que lo dijo-) el lugar de los ríos es el corazón del hombre. Y mi brújula apuntaba- al rato lo supe- quién sabe porqué misterioso designio- hacia el relámpago de un recuerdo implacable.
     Crucé las vías de los trenes cuyas estaciones ( El Oeste, El Pacífico), en otros tiempos se llenaban de voces, de bultos, de abrazos de ida y vuelta (para “adentro”, para “afuera”), con los adioses tímidos de un pañuelito trémulo. Miré lejos, hacia el Oeste como buscando la estación grande y los zanjones anchos a cuya vera crecían, en achaparrado verde nuevo, los montones de hinojo para el alimento de mis cuises. (“Tené cuidado. Alejáte de los crotos y de los linyeras...”. La voz de mi madre, conmovida aún por el crimen del joven Abel Ayerza, queriendo frenar con sus miedos mis ínfulas de aventurero. Trece años, un cortaplumas y una bolsita al hombro eran todo el bagaje de mis sueños (Tranquila, madre, tranquila. Ya no hay crotos, ni linyeras ni trenes”).
      Seguí andando. Por aquellos años ni mi madre ni yo podíamos imaginar que había otros miedos. Un miedo oscuro, hondo, pesado, enorme, que me llevó, frontera tras frontera, hasta enfrentarme un día con la inmensidad grisácea y subyugante del océano del Pacífico, en las alturas desoladas del Perú. Si, era yo. Con la mochila del terror a la espalda. Sin el perfume fresco del hinojo, sin cortaplumas y sin sueños, estaba allí. En un sucucho cómplice que algún cazador de guanacos o cuidador de llamas levantó para su cobijo y el mio. Allá, en esas alturas compartí, con gentes diferentes, comidas y costumbres diferentes. Voces diferentes, gentes tibias y ayudadoras como piedras blandas. Porque en verdad eso eran.. Vivos de sangre gruesa y sueños flacos en una América que estaba allí por siglos, por milenios y que ellos miraban sin ver otra cosa que lo poco que les quedaba adentro, aparte del acullico y el silencio. ¿Tenía mi Argentina algo que ver con esto?. Argentina- pensé- será algún día América o será siempre irremisiblemente Argentina, sin padre ni madre?, Huérfana entre millones de padres y madres diferentes. (“No , madre, no. No fueron los crotos ni los linyeras los que corrieron a tu niño”).
       Seguí caminando. Los gorriones iban y venían como si siempre fuesen los mismos revoloteando sobre mi cabeza, como en el cuento de la liebre y la tortuga. Solo los gorriones- pensé- vociferaban mi retorno. Pero no. Iban de cornisa en cornisa y de nido en nido urgidos por el chillar insoportable de las crías que no terminaban nunca de saciarse y de cerrar sus bocazas, mas anchas que sus cuerpos, reclamando comida desde el amanecer hasta el ocaso. (“ Los trabajos y los días..-pensé- ¡Qué duro es para todos el mandato de vivir!. Sabrán por qué y para qué?, ¿ Será en ellos, como en el simple yuyo, la manifestación de una voluntad suprema?).
    Avancé mirando nada. Pero entonces, de repente, descubrí el truco vergonzante de la brújula: justo al doblar la esquina. Era allí. Justo al doblar. Ahí estaba el imán que la orientaba. En la puertita verde que aun mostraba la rajadura que le dejó el zapatazo que la abrió aquel día. Y allí me frené, desguarnecido. Catatónicamente mudo y sordo. Automáticamente mi mano deslizó su palma sobre el descascarado verde que la cubría como por los cabellos de una niña extraviada. Allí era.
    
 __    ¿ Algo más, doña Josefina?
         La esquina de Don Roque con sus cajones de frutas y verduras apoyados en ángulo contra la pared, sus repollos orejudos en el flanco de la puerta y la estantería mezquina de la despensa sobre el contrafrente, era el punto de arribada forzoso de las vecinas de la cuadra. Don Roque las conocía y a todas las llamaba por sus nombres.
__ Sí, don Roque. Déme dos cebollas grandes y media docena de huevos ¿son frescos, no?.
__ !Vamos, Josefina!. Aquí el único viejo soy yo...!¿ Hoy es jueves de tortilla española ¿No?...
__ Si, don Roque. Usted ya lo sabe. Al menos los jueves Valentín come en casa y ese gusto no se lo puedo negar. Los miércoles trabaja doble turno y a casa llega de madrugada. Yo lo dejo dormir hasta tarde.
__Valentín se lo merece, Josefina. Es un pibe fenómeno.
     Don Roque, sabía por experiencia propia, valorar los esfuerzos del muchacho: la madre viuda, la pensión escasa y la vida cara. Trabajaba, estudiaba y además ayudaba en sus estudios a los pibes del barrio.
__No hay muchos como él, doña Josefina...
 
         Josefina acomodó los gastos en el bolso y emprendió el regreso a casa. A la puertita verde con la piolita corta que destrababa el cerrojo. En cuanto llegara, (las papas ya las tenía cortadas y envueltas en un repasador humedecido), pondría la sartén al fuego, pelaría y cortaría las cebollas.
       El ruido de la cuchilla sobre la tabla era el despertador de Valentín.
       Iría al baño y luego, aún con los cabellos mojados, la ayudaría a poner la mesa sobre el hule floreado.
__”¿Viste que lindas siguen todavía? ¡Parecen recién pintadas!”
 
       Doña Josefina salió para su casa pero no llegó.
Apenas dobló la esquina observó un tumulto cerca de la puerta. Recordó ( o quiso recordar) que Valentín le había avisado que la semana que viene tendría que viajar a Rosario con unos compañeros. Pero la semana que viene no había venido todavía.
__No puede pasar, señora.
     El vozarrón la paró en seco. Miró a sus costados y solo vió rostros asustados y recelosos en los vecinos.
__No puede pasar, insistió la voz.
    Josefina notó que el mundo giraba rápido y neblinoso a su alrededor. Vió puertas entornadas y ventanas por las que asomaban unos ojos grandes, muy grandes. Creía oír voces difusas en la niebla pero que todas, como en un coro, decían lo mismo: “ Se lo llevaron. Se lo llevaron. A medio vestir se lo llevaron”.
    Se lo llevaron
    Josefina cayó como fulminada. Sus vísceras, sus células, sus átomos, sus ojos, sus cabellos, estallaron en un grito. Uno solo. Un grito como para llenar todo el silencio del Universo quedó apretado allí (aquí), en esa (ésta) cuadra del barrio.
    La tortilla a la española, como el reloj de Dalí, chorreaba junto a cordón de la vereda.
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Concurso Permanente Literario y Científico Jurídico. Declarado de Interés Provincial por la Ley 11.992.
1° Premio Narrativa “Tortilla a la Española”
Dr. Albor Húngaro (La Lucila).
Edición Gráfica All Print S.R.L:, noviembre de 2005


Compañia de Narradores
"Cuenteros de la Buena Pipa"
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